Defendiendo la realidad cubana

Orquesta Aragón celebra con concierto en Cuba sus 75 años

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por Pedro de la Hoz 

La Orquesta Aragón. Dentro de los fenómenos irrepetibles de la música cubana, la orquesta Aragón tiene un espacio. No por cumplir este 30 de septiembre 75 años de su fundación —la longevidad de un colectivo, por sí misma, es un rasgo admirable—, sino por la jerarquía artística ininterrumpidamente sostenida y la trascendencia de un legado vivo y actual.

El epíteto con que suele denominarse a la orquesta —la Charanga Eterna— resume el valor de la agrupación ante los ojos y oídos de su pueblo. El tema de presentación, que culmina con la criollísima afirmación “¡ponle el cuño, es la Ara­gón!”, revela su condición principal: la irreductible identidad de una obra. Podrán sonar orquestas con formatos similares y repertorios pa­recidos —no pocas de excelencia, an­tes, después y, menos, ahora— pero de cerca o a lo lejos, bastan los primeros acordes y coros, para sa­ber que es la Aragón y no otra la que suena.

Pasa el tiempo, cambian los integrantes, y la Aragón continúa con su sello. El eje trazado por Rafael Lay Apesteguía, Richard Egües y Rafael Lay Bravo una buena parte de los tres cuartos de siglo que han transcurrido desde que en Cien­fuegos, bajo la égida del contrabajista Orestes Aragón, dio el primer pa­so bajo el nombre de Rítmica Ara­gón, modelaron un sonido, un estilo y una razón estética.

En el punto de partida, la orquesta fue una danzonera típica, integrada por ejecutantes cienfuegueros que pretendían conquistar un nicho en el gusto de los bailadores locales. No vivían de la música, conservaban sus modestos oficios. Cabe recordar al flautista Efraín Loyola, el pianista Rufino Roque, el vocalista Pablo Ro­may, los violinistas Fili­berto De­pestre, Hilario Candelario y René González, el güirero Noelio Mo­rejón y el timbalero Orestes Va­rona, quien a la postre sería uno de los emblemáticos aragones.

Es historia conocida la de un muchacho que vestía por primera vez pantalones largos, Rafael Lay Apesteguía, al entrar poco después de la fundación a la orquesta y a quien el maestro Aragón, aquejado por una enfermedad pulmonar, le cedería el cetro en 1948. Sabia decisión: Lay poseía un talento extraordinario como músico, director y orquestador, cualidades que cultivó incesantemente hasta su muerte accidental en 1982, apenas unas horas después de su actuación en el parque Villuendas, de Cienfuegos, en el carnaval de los Juegos Cen­troamericanos y del Caribe. Había dado clases de violín con quien mejor podía darlas en Cien­fuegos, la maestra Sarita Torres, y mucho después se integró al Seminario de Música Popular creado por Odilio Urfé y llegó a actuar como solista con la Orquesta Popular de Con­ciertos, dirigida por Alfredo Diez Nieto. Uno de los días más felices de su vida aconteció cuando la Aragón irrumpió y fue aplaudida en la sala del conservatorio Chaikovski de Moscú.

La incorporación de Richard en enero de 1954 aportó no solo la presencia de un flautista fuera de serie, paradigma de la flauta charanguera, sino de un autor y orquestador exce­pcional. Llegó a tener una profunda cultura de su instrumento, pero también de la música. Analizó las fortalezas y carencias de la flauta de madera y la de sistema, estudió las grabaciones de Jean Pierre Rampall, y al mismo tiempo admiraba a Mozart y Stravinsky, a Ravel y Verdi. Internacionalizó El bodeguero, pero profesó el más especial cariño por el danzón que dedicó a los 15 años de su hija Gladys. Nancy Morejón dio el gran salto de su imprescindible obra lírica con un poemario donde el maestro deviene personaje, Richard trajo su flauta y otros argumentos.

A Rafaelito Lay le ha tocado la tarea más desafiante: mantener ac­tiva la orquesta, fiel a su legado y a la vez como un organismo que no se agota. Se graduó como violinista en el sistema de enseñanza artística fomentado por la política cultural de la Revolución, pero también en la universidad de la práctica aragoniana. Ejerce un liderazgo indiscutible y ha sabido renovar los elementos de la orquesta, sin traicionar ni un ápice el estilo. La prueba mayúscula de ese trabajo se tiene en los discos que ha grabado la agrupación en las dos últimas décadas, entre ellos los laureados Charanga eterna (1999) y Con tremenda sabrosura (2009), la permanencia en el gusto de los bailadores y la consistencia de su impacto en más de 50 países, de modo muy particular en naciones de África occidental y central.

Dos Rafaeles y un Richard nos hacen evocar a tantos: a Guido Sarría en la columna vertebral de la sección rítmica, a Pepito Palma con sus discretas florituras y seguros tumbaos en el piano, a Joseíto Beltrán como un ancla en el contrabajo, a Tomasito desbordado como cellista y bailador de chaonda, a Pepe Olmos con su voz honda y única, a Felo Bacallao tan característico en el decir como en el escobillado al bailar, a los caballeros de las cuerdas Dagoberto Gon­zález y Celso Valdés. Y están los seguidores: las voces de Jesús López Gómez y Eduardo Rosillo dándole cauce en Radio Progreso, el entusiasmo de Juan Cruz en La Tropical, esos cienfuegueros que fueron y han sido fieles, Rubén Noriega y Delfín Gó­mez, Pericles Reyna y Plácido Ca­brera, Urbano Acea y Humberto Pé­rez (y ahora Eduardo Torres Cueva y Rosa Campos), y la infatigable labor promocional africana de Daniel Cuxac.

| pedro@granma.cu

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