La primera vez que lo vi a Fidel fue en El Frayle, y se llamaba Jorge; de cara redonda y retacón, en nada se parecía a ninguna foto de las que había visto antes, pero su voz sí, era igual, firme, segura, clara.
Después lo vi en la Boca de Camarioca, le decían Dago, Dagoberto; delgado, desgarbado, pero indubitable.
En Santa Marta no tenía el verde oliva y hacía la cola para el pan, no hablé con él, pero me miró, lo reconocí.
En la Playa Larga, cerquita de Girón, dormimos en su casa; se llamaba Lázaro, era negro, médico, generoso, humanísimo.
Lo crucé en las adoquinadas callejuelas de Trinidad. No recuerdo todos los nombres que tenía en Cienfuegos. En Santa Clara se llamaba Juan Carlos, hablamos mucho sentados en la vereda, a pocas cuadras del Parque y del Tren, era muy alto, y grande…lo vi, ahí estaba.
En Pinar se llamaba María Antonia. Andaba por los tabacales de Viñales, en sus Cuevas con agua; y más al norte lo vi también, en un bohío cerca de Puerto Esperanza.
En Bahía Honda le decían Tita, como a mi abuela, y era todo ternura, casi que parecía blando, pero no se quebraba.
En Guanajay se llamaba Ernesto y nos dimos un inolvidable abrazo. En La Habana vieja era un travieso Pionero que me saludaba, en el Malecón con la mano en el mentón miraba el mar; dentro del Nacional de Bellas Artes, serio, estaba; y en las escaleras del Capitolio, y en la quinta…y hablo sólo de las veces que lo vi por los lugares que anduve, porque dicen que en Santiago hay muchos y muchas; y que en Camagüey hay más, y en Alto Cedro, y en Mayarí…y que no se encuentra rincón de la Isla en que no haya uno, o una.
Hoy me gustaría estar allá, para festejar su cumpleaños con alguno de Ellos; porque las inútiles crónicas pagadas con sucios dólares dicen que murió, pero esa no es más que otra de las cien mil mentiras que se dicen desde afuera de la Isla para tergiversar y atacar su inocultable ejemplo, para que los cómodos y los cobardes la repitan; porque yo a Fidel, con la dignidad ilesa, por todos lados, créanme, lo vi.