Por: Luis Bruschtein
Cuando dijeron por la radio que había muerto se me hizo un nudo en la garganta y mi mujer, que estaba a mi lado, se puso a llorar, como si fuera alguien de la familia. Y los borrachines que a veces acampan en la calle empezaron a gritar ¡¡Chauu, Diegooo!! con sus voces aguardentosas. Creo que hasta los perros del barrio empezaron a aullar a esa muerte monumental.
Siempre supe por qué lo quería y por qué lo odiaban. Empiezo por lo segundo: lo odiaban porque tenía el valor que muchos no tienen de ser libre, de no ajustarse a lo que todos le reclamaban, de ser siempre él a un costo bestial. Todos piensan que cuanto más arriba, más libre. Y es al revés, porque estar arriba te convierte en un engranaje importante de la máquina, no podés ir a destiempo, desajustar el paso, no ser un ejemplo, no podés cagarte en ser el espejo en el que todos aspiremos a reflejarnos. Los millonarios y los famosos cumplen esas reglas de casta. Los famosos están para eso. Y Diego los mandó a pasear a todos.